Una mejor
comprensión de la Biblia y su Dios me ayudan a entender mejor la dignidad e
igualdad que todo ser humano posee. La realidad social, la iglesia y muchas
veces la familia tampoco reflejan esta verdad. Los niños no son escuchados ante
su corta edad y limitaciones, a las personas con discapacidades se les
considera menos por su incapacidad de producir algo, las mujeres son “inferiores”
a los hombres y se justifica bajo preceptos religiosos. Los pobres, extranjeros o indígenas son
abusados y explotados porque no tienen las mismas oportunidades y se les juzga
según el más fuerte. ¡Qué opresora es esta realidad para muchos y muchas!
Con una mirada
atenta a mi ciudad caigo en cuenta del pecado que mata al prójimo al no relacionarnos
con dignidad y menos, con amor. Los niños son tratados con dureza y poca
consideración, los discapacitados son abandonados y vistos como una carga
social, las mujeres son un objeto sexual para el placer y sirven a las
necesidades del varón. Los pobres, extranjeros e indígenas son marginados,
invisibilizados y explotados por los poderosos. Una realidad dolorosa.
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¿Cómo vivir ahora? Nadie puede creer que es más por su estatus social,
sexo, nacionalidad, poder, edad, inteligencia o experiencia. Ir a la
universidad no me hace mejor, ser mujer no me quita valor, el pobre tiene
dignidad, tener credenciales de primer mundo no es razón para el orgullo…
Tal vez los mejores reflejos de esta verdad en mi vida serán la esperanza compartida con quienes
sufren, el sufrimiento por no ceder a las estructuras, mi arrepentimiento
constante ante las veces que falle y la resistencia ante un sistema que
se resiste a la vida.
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