Algo que he aprendido en los viajes es mi condición de peregrina. Digo, no ha sido descubrimiento exclusivamente por viajar, pero bien ha profundizado mi comprensión sobre esa realidad. Porque mientras ando por lugares que no conozco bien, siempre tengo la esperanza de alguien recibiéndome en casa, como una de los suyos. Porque mientras aprovecho para conocer y escuchar lo que otros tienen que decir, también he aprendido a compartir lo vivido. Ahi, en esos momentos ensayo lo que es vivir por fe, despojarme de lo propio, hacerme vulnerable y aprendo el sacrificio.
Siempre me toca reconocer que la provisión es divina y que las razones de mi salida superan expectativas y razones personales. De la misma manera, conozco gente que aparece en momentos definitorios y escucho al Compañero del Camino en el silencio de las sombras y el trajín del ir y venir. Me gusta verlo caminar junto a mi, mientras viajo, soy más consciente de él y le busco en lugares no descubiertos. Lo lloro en soledad y nos reímos con el gozo de la comunidad, del compañerismo y la libertad de su presencia. Sólo él me ha visto llorando en las nubes y las carreteras. Solo mi libreta, nuestra carta de amor nunca cerrada, ha captado las lagrimas que escurren por mi rostro y sus palabras susurradas al oído.
Los viajes tienen esa mística de dejar que nos reconozcamos en otros, de tenernos en espacios ajenos que aprendemos a hacer nuestros, de alegrarnos con caras conocidas por sólo días de convivencia, de abrazar con mayor gusto, de extrañar a los amados, de anhelar la patria celestial, de buscar la reconcialición, de hablar con los cercanos a lo lejos y de ver a los de cerca como hermanos.
Esto reflexiono sobre ser viajera, porque creo que no lo define cuanto tiempo estoy fuera de casa, sino cuando por el mundo caminamos con esa conciencia. Que nos hace amarlo todo, pero no querer hacerlo propio, reconocer al Dueño, Creador y Señor. Ese que hace de las salidas de casa momentos providenciales, llenos de desafío, profundidad, intimidad y provee el regalo de la amistad que permanece en la distancia.
Siempre me toca reconocer que la provisión es divina y que las razones de mi salida superan expectativas y razones personales. De la misma manera, conozco gente que aparece en momentos definitorios y escucho al Compañero del Camino en el silencio de las sombras y el trajín del ir y venir. Me gusta verlo caminar junto a mi, mientras viajo, soy más consciente de él y le busco en lugares no descubiertos. Lo lloro en soledad y nos reímos con el gozo de la comunidad, del compañerismo y la libertad de su presencia. Sólo él me ha visto llorando en las nubes y las carreteras. Solo mi libreta, nuestra carta de amor nunca cerrada, ha captado las lagrimas que escurren por mi rostro y sus palabras susurradas al oído.
Los viajes tienen esa mística de dejar que nos reconozcamos en otros, de tenernos en espacios ajenos que aprendemos a hacer nuestros, de alegrarnos con caras conocidas por sólo días de convivencia, de abrazar con mayor gusto, de extrañar a los amados, de anhelar la patria celestial, de buscar la reconcialición, de hablar con los cercanos a lo lejos y de ver a los de cerca como hermanos.
Esto reflexiono sobre ser viajera, porque creo que no lo define cuanto tiempo estoy fuera de casa, sino cuando por el mundo caminamos con esa conciencia. Que nos hace amarlo todo, pero no querer hacerlo propio, reconocer al Dueño, Creador y Señor. Ese que hace de las salidas de casa momentos providenciales, llenos de desafío, profundidad, intimidad y provee el regalo de la amistad que permanece en la distancia.
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