Hace algunos días leí un pequeño libro de Robert Banks
donde novela cómo sería para un romano del primer siglo asistir a una reunión
de cristianos en la capital del Imperio. Me pareció fascinante la manera en que
ambienta la reunión y los contrastes de este grupo pequeño aparentemente
inofensivo, con los valores culturales del imperio y sus expresiones
religiosas. La lectura de este libro, las conversaciones con varias personas
acerca de la naturaleza de la iglesia, así como el deseo de integrar lo aprendido
con lo vivido y mis propias preguntas, me invitan a escribir.
Para comenzar, no pretendo definir el concepto de
iglesia*. Prefiero pensar mejor en algunos aciertos y desvíos que reconozco en
mi contexto. La iglesia, al menos en Tijuana, sigue siendo un espacio para
socializar y encontrar amigos y amigas con quienes compartir la fe, muchas
iglesias tienen proyectos de apoyo para sus miembros económicamente vulnerables
y buscan dar algún tipo de ayuda asistencial a la comunidad. La liturgia es tan
variada como el número de ellas, pero regularmente hay espacio para la oración,
el canto y algún tipo de enseñanza inspirada o basada en la Biblia. La mayoría
de las iglesias tienen estructuras de poder vertical y personalista, las menos
trabajan con equipos pastorales y la mayoría son hombres adultos quienes ostentan
el liderazgo. Estoy haciendo una generalización muy atrevida, pero mi
percepción es de una iglesia que repite patrones de uso y abuso del poder y
perpetúa tradiciones denominacionales con celo, olvidando en ocasiones lo que
esas tradiciones buscan preservar.
Los y las jóvenes que asistimos nos encontramos ante la “necesidad”
de asumir los formatos sin cuestionar mucho y encontramos maneras de co-existir
en un mundo ajeno al que está afuera de las cuatro paredes del templo, donde
hacemos nuestra vida. La iglesia ha perdido su relevancia. Al menos para mí y
para mi generación, responde a pocas de mis preguntas y necesidades. Su gente y
los amigos que he encontrado allí son de bendición y ánimo en el caminar
cristiano, pero sus prioridades administrativas, su ignorancia del medio social
y su falta de amor me duelen. Yo no odio a la iglesia, tampoco tengo resentimiento,
ni la he dejado, pero no me gusta lo que veo ni de lo que soy parte. Como el dicho que se atribuye a
San Agustín: “La iglesia es una ramera, pero es mi madre.” ¿Qué hacemos entonces?
He tenido la
dicha de encontrar eco y de hacer eco de este sentir entre pastores, líderes y jóvenes
de varias denominaciones evangélicas. Las cosas no están bien, y algo debemos
hacer. No creo que la respuesta sea rendirnos ante la influencia de la
mercadotecnia en la búsqueda de adeptos, ni de adoptar medidas de reclutamiento
piramidal como el de algunas empresas. ¿Cómo hacemos la misión en este tiempo?
¿Qué significa ser iglesia hoy, en nuestra localidad? No tengo las respuestas,
pero estoy segura que debemos hacernos las preguntas y detenernos a pensar.
Tristemente, nos
hemos hecho expertos en reproducir un programa domingo tras domingo, pero no
somos tan buenos en relacionarnos íntima e intencionalmente con las personas,
en conversaciones que muestren la gracia y el amor de Dios. Buscamos experiencias
místicas por encima de la búsqueda del Espíritu que nos capacita para el amor y
el perdón. Exigimos sometimiento, pero no vivimos la entrega ni el sacrificio
que reflejan a Jesús. Repetimos el patrón de abuso de poder en la iglesia y no
desafiamos la forma en que se usa hacia el interior de las familias. Los
mensajes muchas veces olvidan las historias del Jesús encarnado que anduvo
entre los pecadores y se ensució las manos con nuestros problemas. He visto riñas
por cómo usar el dinero y por su falta en las iglesias, pero no veo iniciativas
en la búsqueda por la justicia social ni nos veo con problemas con el gobierno
porque aboguemos por los vulnerables o detengamos actos de corrupción y abuso.
No es que estemos llamados a acciones políticas, pero mínimo deberíamos
incomodar al poder que ser sirve y abusa, y desafiarlo a ser como Jesús, que se
entrega y sacrifica. ¿Qué nos ha pasado?
Seguramente,
nuestros antepasados hace casi 2000 años partían el pan juntos y tomaban vino
recordando el sacrificio de Jesús, tenían conversaciones significativas sobre
la vida en un ambiente hostil a su fe, recordaban las enseñanzas de Jesús y
luchaban por verse como iguales, aun cuando unos eran esclavos, mujeres o
pobres y otros ricos, poderosos o con algún privilegio. He tenido la oportunidad
de experimentar la iglesia afuera de sus cuatro paredes, con personas que
asisten fielmente cada domingo y con otras que probablemente nunca pertenezcan
a una institución de este tipo. He conocido a Jesús en aquellos que fácilmente serían
rechazados en varias denominaciones y ahora entiendo mejor que la iglesia de
Jesús está en todas partes, dentro y fuera de las instituciones que llevan su
nombre.
Esto no me deja
conforme, al contrario, me impulsa a amar, cuestionar y desafiar las formas
tradicionales. A hacer preguntas sabias, llenas de gracia que inviten a otros a
ver a Jesús y hacer su misión. A no soltar las preguntas, a incomodarme e
incomodar a otros, a aprender con los que nos ven desde fuera, a ser una de
ellos para amarles mejor, a dejar que otros me ayuden en mis carencias, a reconocer
que desconozco muchas cosas, pero que lo más importante no son los ritos ni la
apariencia de religiosidad, sino el amor, la fe y la misericordia. Sólo espero
que mi generación no se lamente de no haber hecho algo, y al paso de los años
el mundo nos reclame nuestra indiferencia y Dios nos demande por haberle representado
tan mal…
*Me limito a reconocer que su definición sería una tarea
compleja, y yo utilizaré 2 de sus posibles acepciones. 1) La del cuerpo de
Cristo que incluye a todos los seguidores de Jesús en quienes habita el
Espíritu independientemente de su filiación religiosa y 2) La de los grupos
establecidos que utilizan el nombre de “iglesia” para definir su posición y que
se han institucionalizado en sus formas (tengan o no un reconocimiento
gubernamental).
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