En la que ahora es mi tradición religiosa hemos relegado la historia de esta joven. Y no quiero tratar de decir todo lo que dicen las Escrituras sobre ella, sólo tomar oportunidad para ver su ejemplo y lo que ella nos dice sobre su Hijo y su Salvador, Jesucristo.
Hace poco leí una reflexión sobre sus palabras conocidas como El Magníficat, y me hizo reconsiderar lo que significó para ella aceptar la voluntad de Dios para su vida. Una mujer, comprometida a casarse, en una cultura machista, dispuesta a llevar en su vientre al Salvador. Una mujer humilde, como lo dice el evangelista Lucas, a quien desde el principio se le anunció que su pequeño era el Redentor de todos los pueblos, el Mesías prometido, por quien ella sufriría, como parte del privilegio de ser su madre.
¡Qué valor! ¡Qué confianza en Dios la de ella y su prometido José! Y también, qué difícil entender su situación: su gozo, sus dudas, su dolor, su intimidad con el Maestro, quien era su hijo. El punto no es centrarnos en María, pero así como aprendemos de otros discípulos, podemos aprender de ella. Quien dice la Escritura, guardaba todo lo que veía y se le decía sobre Jesús en su corazón. Allí atesoró lo que su hijo dijo, hizo y se anunció sobre él. Ella estuvo con Jesús en la cruz, sufrió su dolor, le siguió hasta allá, cuando otros seguidores se fueron. Y antes de eso, estuvo dispuesta a llevarlo en su vientre, muestra de su profunda confianza en la buena voluntad de Dios. En Jesús, ella también recibió el perdón de sus pecados, la reconciliación total con Dios y su alma en eso se alegraba: en la misericordia de Dios para con ella…
No sé cuánto sabía ella de lo que significaba el privilegio de ser la madre de Jesús y este canto me conmueve…
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